El escándalo de Enron, la gigantesca empresa estadounidense cuya quiebra desnudó las argucias e inmoralidades de la “contabilidad creativa”, no parece haber hecho mella en el gobierno de Estados Unidos ni en el mundo anglosajón en general. Éstos insisten, hasta ahora con éxito, en regularizar métodos contables para satisfacer a accionistas voraces sin tener en cuenta los intereses de acreedores y trabajadores. La contabilidad es un asunto eminentemente político, ya que refleja la visión que se tiene de una empresa y, sobre todo, de la sociedad.
Desde hace algún tiempo, la contabilidad despierta la atención de un círculo creciente de especialistas ajenos a esa disciplina. A pesar de que ya en 1916 Werner Sombart había subrayado su importancia: “Es una de las condiciones sine qua non de la existencia del capitalismo” 1, la contabilidad, a menudo presentada como una simple técnica, añeja y sin ningún interés, se mantuvo como el terreno exclusivo de unos pocos contadores rígidos y secretos.
El caso Enron hizo que todo eso cambiara. Bruscamente, el mundo de los economistas advirtió la influencia maléfica que podía tener esa disciplina sobre los fundamentos del sistema capitalista 2; ahora la prensa diaria se interesa regularmente en la adopción de nuevas normas contables, y hasta un jefe de Estado toma su pluma para criticar el peligro que amenazaría a la Unión Europea (UE) en caso de adoptarse algunas de esas normas 3. Curiosamente, el aura repentina que envuelve a la ciencia contable prácticamente reduce al silencio a los principales actores de esa “tragedia”: en general, los contadores ceden la palabra a los economistas y a los periodistas.
Esquemáticamente, el credo dominante -el del cuerpo constituido de la contabilidad- se resume así: los contadores cometieron “un desliz” en el caso de Enron, pero los nuevos principios contables de la International Accounting Standard Board (IASB, Comité de las Normas Contables Internacionales 4) permitirán resolver los problemas planteados por ese escándalo. El templo de la nueva ciencia contable propuesta por la IASB parece aun más bello y atractivo, pues sus grandes sacerdotes abundan en elocuentes sermones: ¿quién podría, a priori, cuestionar la necesidad de “buenos” principios, de una evaluación al “justo valor” o de una “mejor información económica”, adaptada a las realidades del mundo moderno? Pero esas lindas palabras son en realidad una cortina de humo. Sugerir que la contabilidad va a entrar en una nueva era gracias a la introducción de “principios contables” ya de por sí se asemeja a una manipulación: por ejemplo, es difícil afirmar que la contabilidad estadounidense anterior al caso Enron era una contabilidad sin principios. Estados Unidos jugó un papel activo y precursor en el desarrollo de los marcos conceptuales que dieron un lugar importante a principios básicos como el del “costo histórico” (las plusvalías potenciales nunca son registradas y hay que esperar la venta para comprobarlas) y el de la “prudencia” (las depreciaciones potenciales de un activo se registran en cuanto se las conoce). Lo que crea un problema en Estados Unidos no es la inexistencia de principios, sino su falta de aplicación y su “adaptación” por medio de reglamentaciones conciliadoras que favorecen los intereses de las empresas.
Por otra parte, afirmar que una enumeración de principios bastaría para garantizar una contabilidad “justa” es creer en la magia. La historia demostró que en Gran Bretaña -donde la contabilidad basada en el famoso principio de la “imagen fiel” y la reglamentación rudimentaria alcanzaron su máxima expresión- florecieron prácticas contables que no tenían nada que ver con la “ciencia” contable, dirigidas simplemente a manipular los resultados. Así fue que ciertos activos normalmente amortizables fueron deducidos de los capitales propios para evitar contabilizar pérdidas: en realidad, como en toda actividad jurídica, los buenos principios deben estar acompañados por reglamentaciones precisas y adecuadas. Dar cada vez más margen de maniobra a los accionistas y a los dirigentes, con una contabilidad llamada de “principios”, como hace el IASB, no presagia nada bueno.
Contra el principio de prudencia
Según el dicho popular, el que quiere matar a su perro afirma que está rabioso. Las acusaciones contra los “viejos” principios contables que se mostraron incapaces de tomar en cuenta los riesgos propios de los instrumentos financieros modernos corresponden exactamente a esa manera de proceder.
En el siglo pasado, el principio del costo histórico fue asociado al de la “prudencia”, según el cual una empresa debe tomar en cuenta todas las eventuales depreciaciones (si el valor de mercado de los activos resulta inferior a su costo) y todos los riesgos probables. Esa referencia histórica muestra que las viejas contabilidades a costo histórico tienen en cuenta, en principio, todos los riesgos. Toda la argumentación sobre la “incapacidad” del sistema tradicional para reflejar los nuevos riesgos financieros está desprovista de fundamentos: el principio de prudencia, si es respetado, no sólo permite tomar en cuenta esos riesgos, sino que obliga a hacerlo, fundamentalmente por medio de la inscripción de las deudas potenciales correspondientes en el pasivo. Pero ¿por qué, en la práctica, en la mayoría de los países no se registraron los riesgos de pérdidas en ciertas operaciones especulativas? Simplemente porque las empresas y sus auditores ejercieron presión sobre los normalizadores contables para reducir cada vez más la cantidad de elementos que deberían ser sometidos al severo principio de prudencia tradicional. Así fue como los riesgos propios de las compras especulativas a plazo no fueron tenidos en cuenta con el pretexto falaz de que al firmarse los contratos aún no se había abonado ninguna suma.
En realidad, lo que molesta a los turiferarios del nuevo principio del “justo valor” es que el sistema contable actual sólo registra las depreciaciones potenciales, pero no las plusvalías. El error del principio del costo histórico no sería impedir un tratamiento eficaz de los riesgos, sino generar demasiada prudencia: ese buen principio, dirigido a temperar, de forma muy pragmática, el optimismo incorregible de los empresarios fue primero parcialmente neutralizado y luego totalmente desterrado, gracias a un trabajo de demolición que comenzó hace varias décadas; ahora es absolutamente necesario “ahogarlo” para dejar lugar a la “modernidad”, pues lo que está en juego es muy importante.
Tomemos como ejemplo una empresa y supongamos que tiene títulos A, que en la bolsa bajaron 100, y títulos B, que subieron 150. Según el antiguo principio de prudencia, debería contabilizar sólo una pérdida de 100 (las plusvalías potenciales no se registran), mientras que con el nuevo principio del justo valor podrá hacer figurar un beneficio de 50. Tanto más a distribuir.
Si el justo valor se impone y se difunde, se producirá una revolución en los principios de la contabilidad.
Y no será la primera. Desde mediados del siglo XIX ya se produjeron dos revoluciones que conviene recordar para comprender mejor la naturaleza y el alcance del último cambio de paradigma.
Un asunto de dividendos
Cerca de 1860, los juristas y los banqueros protectores de los intereses de los acreedores lograron -en el plano de los principios- imponer una concepción de la contabilidad que se basa en la aplicación estricta, a todos los activos, del principio del costo más bajo o del mercado: es lo que se podría llamar primera fase del capitalismo contable. Pero esa concepción enfureció a los defensores de los accionistas, pues normalmente tiene consecuencias “dramáticas” sobre los activos que no tienen valorización (o tienen una valorización muy escasa) en un mercado e impide distribuir dividendos al comienzo de las inversiones: así es que, según esa concepción, los gastos de investigación o de desarrollo (que evidentemente no tienen mercado activo) deben ser cargados rápidamente.
Luego de años de arduas batallas y de presión de los accionistas, comenzó a desarrollarse a lo largo de todo el siglo XX una nueva concepción, tendiente a evitar que “la regla del costo más bajo o del mercado” se aplique a los activos invertidos a largo plazo: éstos deberían ser evaluados según su “costo amortizado”, es decir, reducido en función de la duración de utilización de dichos activos, sin tener en cuenta las fluctuaciones de su valor en el mercado, si ese valor fuera inferior. Gracias a esa novedad se podían distribuir dividendos más regulares, y ello desde el comienzo del ciclo de inversión: fue la segunda fase del capitalismo contable. Así, en el ejemplo precedente, los costos de investigación y de los materiales especializados podían ser repartidos a lo largo de todo el ciclo de inversión en lugar de ser asumidos como carga de una sola vez, al comienzo de dicho ciclo.
Pero actualmente, en momentos en que se producen fusiones gigantescas que implican masas enormes de capitales que deben ser remunerados, y cuando equipos dirigentes y grupos de accionistas cada vez más apurados y exigentes dominan la escena, esa segunda fase fue superada. De allí nace una triple idea genial: conseguir que un número creciente de activos, principalmente inmateriales y financieros, dejen totalmente de ser amortizados; autorizar el asiento en las cuentas de las plusvalías potenciales; estimar esas plusvalías según el “justo valor”, es decir, en función de los beneficios futuros, calculados por expertos sobre la base de una estimación de ventas futuras, sin ninguna referencia directa a los valores de mercado. Ese es el tercer estadio del capitalismo contable, el estadio de actualización o “fase actuarial” 5.
La mayoría de los textos sobre las normas internacionales pretenden hacer pasar esas innovaciones por correcciones a la insuficiencia del sistema anterior; “insuficiencia” que de ninguna manera reside en su incapacidad para tomar en cuenta los riesgos de la gestión capitalista y a describir sus resultados, sino en su ineptitud para satisfacer la creciente avidez de los equipos dirigentes y de los accionistas. Para lograr sus fines, el nuevo capitalismo contable debe ajustarle las cuentas a lo que queda de los dos principios contables “ancestrales”: el principio del costo amortizado y el principio de prudencia.
El principio de amortización (o disminución) sistemática del costo ya es combatido duramente en el caso de ciertos activos inmateriales, como el goodwill (monto de los beneficios potenciales que el vendedor de una empresa cobra al comprador) o las marcas -cuya duración de vida hoy en día se considera como “no definida”-, que sólo eventualmente resultarían depreciados. A nivel macroeconómico, el capitalismo obtiene de esa forma una rentabilidad (ficticia) superior, aun si ello puede poner de manifiesto la depreciación de algunos grupos que tengan problemas.
De su lado, el principio de prudencia figura efectivamente en los nuevos marcos conceptuales estadounidenses y en los del IASB, pero totalmente modificado. Ya no expresa la obligación de tomar en cuenta las pérdidas potenciales y excluir los beneficios potenciales, sino la simple condición de “obrar con un cierto grado de precaución al realizar las estimaciones”; es decir, ¡vía libre para el principio de imprudencia!
Por lo tanto, los motivos de la aparición del “justo valor” parecen más complejos de lo que la versión oficial pretende hacer creer. ¿Permitirá obtener un mayor control de los managers y una mejor información para los accionistas? Parece altamente improbable. En muchos casos, el concepto del justo valor corresponde en realidad a “un valor de experto” basado en estimaciones de ventas futuras. Incluso en los casos en que se utilicen valores de mercado objetivos, los equipos dirigentes tendrían una mayor libertad en la distribución de los dividendos, pues podrían repartir el maná del cielo en base a simples esperanzas de beneficios. Resulta difícil imaginar que los managers serán más estrictamente controlados.
Respecto de los accionistas, es posible preguntarse en qué consiste una mejor información contable. Evidentemente, sería estúpido pensar que la mejoría vendrá del simple hecho de reflejar la cotización en la bolsa: ¿qué información nueva podría aportar la transcripción en la contabilidad de datos ya brindados por la bolsa?
En realidad, la verdadera razón del cambio de paradigma es una cuestión de dividendos. Sencillamente, los accionistas actuales y sus managers no desean mayor información sino mayores ganancias a corto plazo, y es a nivel de esa reivindicación que la contabilidad juega un papel esencial. La integración a la contabilidad del “justo valor actuarial” -valor discutido pero rechazado desde hace casi dos siglos- reviste para ellos tres ventajas fundamentales: justifica las plusvalías potenciales sobre simple estimación; permite, por medio del proceso de actualización, escalonar la distribución de beneficios a lo largo de todo el ciclo de inversión, operación que -según los principios anteriores- debía realizarse al fin de dicho ciclo o dependía de las ventas reales; y permite hacer figurar beneficios totalmente ficticios si se “olvidan” las depreciaciones requeridas.
Así, un goodwill de 1.000 euros adquirido por un período de 20 años, daba lugar a un registro de pérdidas de 1.000 euros en el primer año del ciclo de inversiones a comienzos del siglo pasado, y a pérdidas anuales de 50 euros a fines de ese siglo. Ahora, sólo dará lugar a pérdidas si los dirigentes y los auditores lo consideran necesario, teniendo en cuenta los (malos) resultados futuros de la empresa en cuestión. ¡Esto puede permitir incluso que dicha inversión no contabilice jamás como pérdida, hasta el momento de la quiebra final!
Es cierto que las evaluaciones al “justo valor” son cuestionadas, que por ahora sólo conciernen a un número limitado de activos y que a veces pueden estar hechas en función de contabilidades que no sirven directamente a un reparto de beneficios; pero el asunto ya está en marcha y si esa evolución se generalizara se podrá decir que el capitalismo contable habrá alcanzado su fase suprema.
Semejante evolución no es fruto de azar y no se opera -como pretende hacer creer el IASB- en un mundo etéreo, gobernado por una asamblea de profesionales neutros e inspirados por el deber de actuar correctamente en beneficio de todos. Como lo hizo notar Bernard Colasse 6, detrás de la retórica de la independencia, de la capacidad y de la neutralidad, se esconden realidades muy diferentes. El admirable equilibro de poderes a nivel de los trustees es muy engañoso; en los hechos, se da prioridad a un modo de gestión bursátil. Diez de los catorce miembros de la dirección del IASB vienen del mundo anglosajón; los miembros provenientes de otros países son en general cuidadosamente elegidos entre los profesionales que ya trabajaron en grandes oficinas de auditores anglosajonas y que piensan de la misma manera que los otros diez. En ese tipo de organizaciones, generalmente no se invita a participar a los defensores de la cogestión a la alemana ni a representantes sindicales.
Capitulación de Bruselas
El IASB se jacta de estar elaborando el sistema común de contabilidad internacional, en base a una “convergencia” de los sistemas existentes. En realidad, se trata de un alineamiento casi total con el modo de gestión estadounidense. Su marco conceptual es la réplica de su similar estadounidense: el valor actuarial es prioritario. Cuando Estados Unidos decidió abandonar el principio de la amortización sistemática del goodwill, el IASB se apresuró a seguir el ejemplo del “hermano mayor”. Y también siguió el dictado de Washington cuando allí se decretó que el “justo valor” era la panacea.
El IASB es un organismo oneroso que prácticamente no sirve para nada: económicamente sería lógico reemplazar directamente sus normas por las normas estadounidenses. Pero la entidad juega un papel psicológico de “facilitación”, pues hace que algunos se traguen la píldora estadounidense convencidos de que se trata de la píldora internacional. Al revés de lo que aparenta, es un organismo muy poco democrático. Sus decisiones autoritarias despertaron la ira de bancos y de compañías de seguro europeas que no tienen ninguna simpatía por el modo de gestión anglosajón y se sienten particularmente inquietas ante la volatilidad de los resultados que implica el “justo valor”. Aún es demasiado temprano para decir si esa resistencia europea tendrá algún efecto. En general, el abandono de los principios de prudencia, de realización y de amortización sistemática de los activos no generó indignación en las empresas industriales ni en los cuerpos constituidos de la contabilidad europeos. Tampoco tuvo ese efecto, en particular, entre los contadores públicos.
La UE sencillamente renunció a dotarse de su propia política contable y pactó con el IASB, un organismo privado controlado (si no oficialmente, al menos en los hechos) por Estados Unidos. Europa hubiera podido proponer una concepción “continental”, modernizada, de la contabilidad tradicional, preocupada por los intereses a largo plazo de las “partes” como base para una futura contabilidad internacional; pero ni siquiera probó hacerlo. El combate loable pero tardío de algunos banqueros y aseguradoras contra ciertos aspectos de las normas del IASB no alcanza a ocultar ese fracaso, que abre la puerta de par en par a una gestión al estilo texano.
El nuevo modelo de contabilidad se inscribe en la continuidad de los principios de la filosofía “enroniana” y está dirigido ante todo a favorecer la concentración del capital, a eliminar la obligación de amortizar ciertos activos que aparecen al producirse fusiones. Permite además un aumento artificial de la riqueza y de la rentabilidad, a escala microeconómica y macroeconómica. Además de facilitar una distribución más precoz y más generosa de los dividendos, fomenta una gestión a corto plazo, pues el uso de técnicas de evaluación basadas en la técnica de la actualización no incita a los dirigentes a abordar proyectos de maduración lenta. Es decir que estamos lejos de las virtuosas declaraciones sobre el “desarrollo sostenible”. Por último, ese modelo hace más difícil y más oneroso el control de las cuentas. Accionistas, auditores, contadores y managers financieros, unidos -salvo raras excepciones- en una santa alianza en defensa de sus intereses fundamentales, no pueden más que alegrarse de esa evolución que sacrifica la protección de los acreedores y de los empleados.
Lejos quedó el año 1861, cuando el fiscal Dupin, enérgico promotor del principio de prudencia, afirmaba: “No se trata de distribuir esperanzas, sino escudos”. Al cabo de tres revoluciones, el capitalismo contable está a punto de llegar al éxtasis, salvo si algunos “molestos” deciden impedirlo.
Pero la tarea de éstos será aun más difícil, ya que la “dupla” Estados Unidos – IASB tiene un poder enorme. Además de sus apoyos políticos y financieros, desarrolla una propaganda muy eficaz: el uso repetido de expresiones tan significativas como “justo valor” o “información económica”; la denigración sistemática e interesada de las llamadas contabilidades “jurídicas” (supremo insulto) y de los “viejos sistemas de gestión” de la “vieja Europa”, toman la forma de un verdadero bombardeo ideológico al que es difícil resistir. Pero quienes se lo propongan aún podrán ver surgir -como quien raspa un palimpsesto- bajo el eufemismo de la pretendida “mejor información”, la sórdida realidad de la esquila de los dividendos.
- Werner Sombart, El apogeo del capitalismo, FCE, México, 1946.
- Ver Aglietta y Rebérioux, Dérives du capitalisme financier, Albin Michel, París, 2004. Dominique Plihon, “Rentabilité et risque dans le nouveau régime de croissance”, Commissariat Général du Plan, París, 2002. Jospeh E. Stiglitz, Quand le capitalisme perd la tête, Fayard, París, 2003.
- Carta de Jacques Chirac a Romano Prodi, fechada el 4-7-03.
- Organización privada con sede en Londres, fundada en 1973 por uno de los miembros de un importante gabinete de auditoría anglosajón para armonizar la contabilidad a escala mundial por medio de normas que son propuestas a los diferentes países. Estados Unidos no las aceptó, pero las inspiró.
- Jacques Richard, “Fair value, le troisième stade du capitalisme comptable? Le cas de la France”, en Analyses et documents économiques N° 95 y N° 96, Cahiers du Centre Confédéral d’Etudes économiques et sociales de la CGT, 2004; “The concept of fair value in French and German accounting regulations from 1673 to 1914 and its consequences for the interpretation of the stages of development of capitalist accounting”, Critical Perspectives on Accounting, publicación prevista durante 2005.
- “De la résistible ascension de l’IASC/IASB”, Géreret comprendre, N° 75, París, marzo de 2004.
Glosario
Richard, Jacques
Activos: todo lo que compone el patrimonio de una empresa y que tiene un valor económico. Existen activos físicos (edificios, terrenos, máquinas) y financieros (títulos de participación, acciones…)
Activos inmateriales: patentes, gastos de investigación y desarrollo, gastos de publicidad, de cursos de perfeccionamiento, etc.
Consejo Nacional de la Contabilidad (CNC): en Francia, organismo dependiente del Ministerio de Economía y encargado de preparar los reglamentos contables por los que se rigen las empresas de aquel país.
Costo histórico: principio según el cual las plusvalías potenciales de un activo no son nunca asentadas; es necesario esperar a la venta de dicho activo para que las eventuales plusvalías sean comprobadas; antes de cada venta, el activo aparece inscripto en el balance con el costo que tuvo al momento de ser comprado.
Costo amortizado: principio según el cual el costo histórico de un activo es disminuido (amortizado) sistemáticamente cada año en función de la duración estimada de utilización del mismo (un décimo por año si la vida estimada es de 10 años); la amortización resultante es una carga que debe ser comparada a las ventas para deducir las eventuales ganancias anuales.
Financial Accounting Board (FASB): organismo privado encargado de preparar las normas contables en Estados Unidos.
IASB (International Accounting Standard Board – Comité de las Normas Contables Internacionales):
Organización privada con sede en Londres, fundada en 1973 por uno de los miembros de un importante gabinete de auditoría anglosajón para armonizar la contabilidad a escala mundial por medio de normas que son propuestas a los diferentes países. Estados Unidos, considerando que sus normas son las mejores y las más completas, no aceptó las del IASB. A la inversa, a causa del poder de Estados Unidos y de su influencia en las elites dirigentes de muchos países, sus normas inspiraron las del IASB. La Unión Europea decidió aplicar las normas IASB en materia de cuentas de grupos económicos, a excepción de una de ellas, la norma IAS 39.
Prudencia (principio de): según ese principio (en su concepción tradicional) se deben asentar todas las depreciaciones potenciales de un activo desde el momento en que se las conoce. Ese principio fue instituido para mitigar el optimismo de los empresarios.
Sumado al principio del costo histórico da el principio de evaluación “del costo más bajo o de mercado”.
Valor actuarial: permite evaluar un título en función de un alza esperada de su rentabilidad o de su valor. Por ejemplo, la empresa X desea obtener una rentabilidad promedio anual de 10%. A comienzos de año compra títulos de la firma Z que no cotiza en bolsa, valuados a 100, y que espera que suban a 121 a fin de año, gracias a un aumento de las ganancias. El ritmo de aparición de los resultados en la contabilidad de la empresa X será muy diferente según el sistema que se aplique: a) en el sistema de “costo histórico”, los títulos de la firma Z se mantienen valuados al mismo costo durante todo el año, y la ganancia de 21 sólo aparece al final si los beneficios de la firma Z y la venta efectiva de sus títulos confirman la previsión; b) en el sistema de “valor actuarial”, los títulos son valuados desde el comienzo del año a un valor actualizado, es decir 110, e inmediatamente se registra una ganancia de 10, a pesar de que no hubo producción ni venta alguna. El resto de la ganancia, es decir 11, es repartido a lo largo de todo el año.
Goodwill: suma extra que debe pagar el comprador de una firma, por encima del valor contable de sus activos (después de la deducción de deudas) para adquirir los mismos. El goodwill representa el monto de los beneficios potenciales de la firma que el vendedor de la misma hace pagar al comprador. No existirá ninguna ganancia para el comprador hasta que el goodwill no sea reembolsado (amortizado). En los últimos tiempos se registró un fenomenal desarrollo de ese rubro en los balances a raíz de las operaciones de venta de empresas gigantescas. En 2001, el goodwill –en sentido estricto– representaba dos tercios de los fondos propios de las empresas que cotizan en bolsa en Francia (índice CAC 40); en Estados Unidos la proporción era similar.
Ficha documental
Autor:
Jacques Richard
Publicado en:
Edición Cono Sur
Número de edición
Número 77 – Noviembre 2005
Páginas:
12,13,14
Traducción: Carlos Alberto Zito
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